Wednesday, February 20, 2008

Postcards from London: She comes in colors everywhere

Veintidós horas en Londres. No hay que dormir. Aún hay sol cuando K. y yo bajamos del tren. Tomamos el primer shot de expreso —le seguirán decenas— y es el peor café que he probado en mi vida. Tenemos pocas libras.

No recuerdo grandes cosas, pero eso no importa. Los detalles bastan para mi. La recuerdo a ella, feliz, caminando por Picadilly, mordisqueando una whooper con una sonrisa ácida, como si le hubiera robado el bocado a la reina Isabel.

Quiere ver una obra, pero los teatros están llenos. Las únicas funciones a nuestro alcance son eliminadas: una ya la vio en Nueva York, la otra la verá en Madrid y un par más no le interesan. Cae de sueño, pero permanece despierta por mi. Le sonríe a todos por la calle. Los ingleses no son fríos con ella. She’s like a rainbow.

Anochece y encontramos una fiesta a orillas del Támesis. A K. no le gusta el house, pero tolera que yo baile un rato con extraños. La euforia dura poco. Las bocinas callan y la gente se esfuma. Hay que retomar la marcha.

Vemos el río bajo el puente. Le doy un audífono de mi iPod. Suena And I love her. Me grita que odia a los Beatles. Sólo ella podría gritar eso en Reino Unido sin consecuencias. She’s like a queen in days of old.

Un expreso más y habremos enloquecido. Necesitamos establecernos. Caminamos hasta Notting Hill y buscamos un lugar barato en los alrededores. Entramos a un hostal donde compartiremos habitación con ocho personas… eso a K. no le importa. Habla con todos. Habla en francés, en inglés, en español, en japonés. Impacta a todos. Me impacta a mi: She shoots colors all around

Descansamos un par de horas y continuamos la marcha al amanecer. Me lleva corriendo al TATE y yo la pierdo. No quiere entrar a las exposiciones temporales… ya las vio todas en París. “Te veo en el Hard Rock” –me dice– y no ha terminado la frase cuando ya camina hacia Green Park.

Tardo horas en llegar. La veo sólo después de haberme perdido durante horas, después de haberle pedido dinero a un desconocido para subir a un bus y calmar el dolor de mis pies. K. es un premio entre la multitud. Es difícil alcanzarla, pero fácil reconocerla porque lleva sus colores a cualquier parte y deja estelas. Me sonríe y me ofrece la mitad de un pan. La parte que falta es todo lo que ha comido en el día. A mi me basta con su risa.

Y caminamos hacia Waterloo mientras fantasea con ser de la realeza inglesa y yo le sigo el cuento. Ella es un arcoiris, ella lo sabe: no le hace falta corona para ser reina.

[she’s a rainbow, the rolling stones. and i love her, the beatles]

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Tuesday, February 12, 2008

Postcards from Vegas: Cuatro nueves

Estamos L. V y yo en el McCarran. No hemos pisado Nevada y ya extrañamos Frisco. Aún así llegamos con cierto optimismo al casino y yo meto un dólar en la tragaperra y tín-tín-tín-tín-tín, un dólar se vuelve veinte y descubro el botón “bet max” y entonces tenemos ochenta. Tín-tín-tín-tín-tín, bet max y doscientos me suena a buena cantidad para retirarme y nos reímos: hoy tendremos tragos gratis, cortesía de Vegas.

Vamos por el strip tomando margaritas y ese merlot en four pack que L. encontró en el Seven y unos chicos negros nos invitan al Caesar’s Palace. Entramos con ellos al Poetry o como se llame, pero odiamos el hip-hop y nos largamos en cuanto se descuidan para parar en un nuevo casino donde hay mucha gente elegante y mejores cocteles, pero el tín-tín-tín-tín-tín jamás llega y V. nos dice “paren”, pero L. y yo la ignoramos porque nos enganchamos muy rápido.

Perdemos todo lo que habíamos ganado y ahora tenemos muy poco dinero y estamos muy borrachos y nos hace falta una buena línea.

*
Estamos en el Mandalay Bay. A estas alturas no recordamos lo que hicimos en la mañana (¿hicimos algo en la mañana?). Evitamos todas esas máquinas con todos sus sonidos de falso triunfo y vamos a House of Blues y vemos a un imitador de Prince que nos hace reír como locos y entonces se me acerca esa rubia. “My little man”, me dice, “likes you” y toca mi cabello y dice que ella quisiera tenerlo de ese color y no me suelta y luego me invita a pasar la noche en su casa que está a veinte minutos de ahí y yo le digo que está loca y me doy la vuelta y ella se ríe y abraza a su hombrecito y se va.

L. conoció a una chicas de Tijuana que lo rodean mientras bailan y parece que tuviera un harem. Pero a él no le importa ninguna de ellas y se la pasa viendo a otra tipa que tiene pinta de Beyoncé en drogas que, por supuesto, no le responde nunca las miradas. Busco a V. y no está ni en el baño ni en el suelo ni ha salido del lugar y de pronto la encuentro en otra barra donde come un vaso de cerezas que le ha invitado un tipo que mide como dos metros (y como uno de ancho) y trae un sombrero de copa y una estola roja y yo digo que hay que botarlo, pero ella dice que era el padrino de boda de unos amigos que lo abandonaron en el antro y que le está pagando todo y quiere conservarlo.

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No hay día ni noche en Las Vegas, sólo siete naipes a elegir: siete pecados para siete días de estancia es un buen deal. Nos hundimos, nos hundimos, nos hundimos. Salimos del Mandalay y vamos al Studio 54.

V. sigue con el gigante y la madrugada la alcanza cuando lo empieza a besar como una loca. Se ve tan pequeña entre sus brazos y yo no puedo hacer más que ver porque decidí que, esa noche, nadie sería suficiente para mi. L. arrastró a su harem hasta este club y ellas le restriegan sus cuerpos. Él me vigila porque he tomado mucho, pero deja de preocuparse cuando me ve rechazar a esos gringos de Nuevo México (Wow!, you’re from Mexico and we are from New Mexico, what a coincidence!) y yo les sonrío y ellos me invitan una cerveza y luego les miento que voy al baño y pienso: dios, pero qué jodidos están estos gringos.

Y de pronto volteo al centro de la pista y hay un tipo con una gabardina verde que le arrastra hasta los pies y tiene ese look de Jesucristo beatnik que me encanta y me acerco a él con mi mini vestido de lentejuelas negras y mis pumps brillantes que casi se deshacen de tanto recorrer el strip y él ni se inmuta y yo tengo que iniciar la conversación.

Descubro que es cineasta y que es de Venezuela y que no habla mucho, pero besa bien y entonces L. interrumpe y me dice que ya amaneció y que debemos ir a dormir un rato o ir a cenar al Denny’s y me toma del brazo y me lleva hasta la puerta sin que yo pueda dejarle al tipo mi número de habitación.

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Abro la cortina y la luz me lastima los ojos. Hay niebla y los vidrios están empañados y todo se ve tan triste en las mañanas que me siento ahí y pienso que nunca, jamás te contaré todo esto. Baby, there’s a part in me, you’ll never know. Nunca te diré cómo te extrañé en medio de la locura. Cómo no tomé todas las oportunidades de caer por recordarte. Mi debilidad por ti… the only thing I’ll never show. Y ahí están todos esos letreros, vacíos de luz como estoy yo y entiendo que I love you endlessly and I’ll give you everything if the moment ever comes.

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Cuando se mete el sol es hora de salir de nuevo. Así las marquesinas te engañan. La felicidad es falsa. V. lo sabe y no quiere levantarse, pero L. está en el New York y yo me doy un baño y salgo para encontrarme con él en el Mirage. Tomo el bus y esta vez no voy ni tomada ni dormida ni hablando con alguien y entonces pongo atención al camino y a la gente y a sus conversaciones y no, no puedo creer lo que escucho.

Un vagabundo, como todos los vagabundos del mundo, hablando solo en un rincón. Su piel negra se ve gruesa, pero dañada y pienso que si hiciera un cortometraje su papel sería para Morgan Freeman. Dice lo que dicen muchos: lo perdí todo, perdí a mi familia y no tengo amigos. Entonces sube otro tipo que podría ser un Bruce Willis muy gordo y se sienta frente a él y lo saluda y le dice: “casi gano” y el negro le pregunta: “cuánto perdiste” y el otro responde “todo”. Y yo veo en sus ojos que dice la verdad. Y pienso en todo lo que él creyó que podía ganar, en todos sus cherished dreams forever asleep y me río, pero en realidad tengo ganas de llorar un poco y parece que él también.

"¿Qué tenías?" pregunta el negro. Dos reinas y dos sietes, dice el gordo. ¿Y qué sacaron? —insiste el vagabundo— “cuatro nueves”, le contesta y entonces ya todos estamos atentos a la historia. “Nadie tiene cuatro nueves” es lo último que dice el negro y esas palabras resuenan en la cabeza de los que vamos en el bus y todos, en mayor o menor volumen, las repetimos. Unos musitan y otros gritan y yo me digo que no, que cuatro nueves no, y es que nadie, na-die, tiene cuatro nueves.

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Y yo bajo en la siguiente parada y le doy una última mirada a esos dos extraños tipos y entro al casino a buscar a L. y pienso en todo lo que he perdido y en lo que perderé y en que a mi nunca me saldrán cuatro nueves para reponer todo lo que he apostado y miro a mi alrededor y sé que a cada paso que doy hay alguien que mete un dólar en las tragaperras y aprieta “bet max” y espera el tín-tín-tín-tín-tín o cree que ganará esa última y siempre maldita partida de poker, but the moment never comes.


[endlessly, muse]

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